sábado, 15 de diciembre de 2007

UNA FOTOGRAFÍA QUE RESULTÓ DESTINO


El viento de la guerra veló aquella fotografía, pero no logró ser vencida por la niebla de la muerte y el exilio. El tiempo parece congelado en la instantánea donde todos posan serios y circunspectos, sin saber que la imagen los condenará a vagar eternamente reproducidos en miles de manuales por los siglos de los siglos.
Pero desalojemos la nube de magnesio que envuelve esta fotografía. Corre el mes de diciembre de 1927. Llueve en Sevilla. Un grupo de poetas baja del tren expreso entre carcajadas. Juegos, bromas, ludus de poesía gamberra en el tren que los lleva a las tierras del Mediodía. Están Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Juan Chabás, Jorge Guillén y José Bergamín: los nietos de Góngora.
El Ateneo de Sevilla los invitó a la capital poética de España, según había proclamado Juan Ramón Jiménez, para culminar los actos de homenaje a Góngora con una serie de conferencias y recitales más una fotografía de recuerdo que llegaría a ser histórica. Se conmemoraba la muerte del gran poeta aúreo –ya se sabe que a las grandes generaciones les atraen las tumbas simbólicas: la del 98 en la de Larra, la del 27 en ésta de Góngora, y la del 50 en la de Antonio Machado-, pero el viaje a Sevilla fue, sobre todo, la confirmación de la amistad y la autoconciencia de que eran un grupo poético. Lo recordó, muchos años más tarde, Dámaso Alonso: “Mi idea de la generación a que (como segundón) pertenezco, va unida a esa excursión sevillana”.
En Madrid, habían celebrado diversos juegos canallas -funeral en Las Salesas, ‘juegos de agua’ en la Academia o el auto de fe-, así que a Sevilla llegaron para lanzar la traca final al año gongorino. Por eso, además de las sesudas conferencias, la Sevilla de aquellas postrimerías del año 27 asistió a la celebración de la vida de unos jóvenes poetas: fiesta de disfraces morunos, delirante sesión de hipnosis, banquetes, soirèes flamencas, una visita al manicomio, veladas báquicas en las tabernas de Triana y hasta una peligrosa travesía por el Guadalquivir.
Las conferencias, que se celebraron en la calle Rioja, comenzaron el viernes 16 de diciembre con la inauguración y saludo a cargo de Bergamín. Así lo recordaba Alberti en La Arboleda perdida: “El público jaleaba las difíciles décimas de Guillén como en la plaza de toros las mejores verónicas. Federico y yo leímos, alternadamente, los más complicados fragmentos de las Soledades de don Luis, con interrupciones entusiastas de la concurrencia. Pero el delirio rebasó el ruedo cuando el propio Lorca recitó parte de su Romancero gitano, inédito aún. Se agitaron pañuelos como ante la mejor faena coronando el final de la lectura el poeta andaluz Adriano del Valle, quien en su desbordado frenesí, puesto de pie sobre su asiento, llegó a arrojarle a Federico la chaqueta, el cuello y la corbata”. A las conferencias asistió otro poeta que, aunque no apareció en la fotografía, llegó a ser uno de los miembros clave de la generación: el sevillano Luis Cernuda. Y cómo olvidar la presencia siempre burlesca y embromada de Pepín Bello que entonces residía en Sevilla, donde trabajó algún tiempo, proponiendo juegos y chistes de putrefactos.
La joven generación también acudió a un almuerzo en la Venta de Antequera que fue el homenaje que el grupo de la revista MediodíaRomero Murube, Juan Sierra, Rafael Porlán, Alejandro Collantes, Rafael Laffón, Fernando Villalón- tributó a sus colegas. Allí, en un banquete de huevos a la flamenca se produjo el hermanamiento entre poetas y se coronó a Dámaso Alonso.
El torero Ignacio Sánchez Mejías se ocupó de agasajarlos y asumir los gastos de la visita, que se alargó algunos días más de los previstos. En la finca del diestro ilustrado, situada en Pino Montano, tuvo lugar una de las fiestas más surrealistas: la noche de los disfraces moros. La joven literatura “bebió largamente” disfrazada de abencerrajes, almohades de sedas encogidas y nazaríes de arrabal.
Probablemente, hubo un momento en el que “la brillante pléyade” perdió la noción de las noches y los días como atestiguaba Jorge Guillén: “Todo fantástico. ¡Viva Andalucía! En efecto, ¡qué impresión de cosa soñada, de irrealidad, de horas fantásticas!”. O Dámaso Alonso, que también evocó el ambiente de aquellas veladas: “Nos sumergíamos profundamente (hasta el amanecer) en el brujerío de la noche sevillana. Dormíamos desde la salida del sol hasta el crepúsculo vespertino. Sólo en viajes posteriores he visto la Giralda a la luz del día”.
Sólo así se explica que una madrugada, después de las sesiones hipnóticas y la actuación sublime de Manuel de Torre y el Niño de Huelva -con aquellos martinetes que a Lorca le sonaban a “tronco de faraón”, según la célebre anécdota de las “placas de Egipto”-, decidieran visitar el manicomio de Miraflores como tributo al más puro surrealismo. En aquella época, Sánchez Mejías estaba preparando su obra de teatro Sinrazón, inspirada en el mundo de la locura, y quizás quiso saber qué pensaban los niños poetas de los complejos laberintos de la mente.
Otra de las singulares aventuras sevillanas fue la travesía “heroica y nocturna del Betis desbordado”, como relató Guillén. Habían recorrido las tabernas de Triana y la noche les parecía que tenía el color cárdeno de los vinazos. Tenían que regresar a Sevilla, donde se alojaban en el Hotel París, pero en medio estaba el Guadalquivir, de un verde oscuro de aceite antiguo, un hermoso y siniestro paisaje fluvial con un bosque de mástiles y olor a brea y sardinas salpresadas. Bien cargados de vino tabernario decidieron atravesar el río en barca, decisión osada ya que el Guadalaquivir venía desbordado por las lluvias de aquellos días. Lo que al principio fue una continuación de la juerga trianera se convirtió en un temerario episodio, que a punto estuvo de terminar con la joven generación literaria apenas nacida. Dámaso Alonso lo evocó en su libro Poetas españoles contemporáneos. “Era muy de noche. El Guadalquivir, crecido, inmenso toro oscuro, empujaba la barca; la quería para sí y para el mar. La maroma, de orilla a orilla, que nos guiaba describía ya una catenaria tan ventruda que parecía irse a romper. Aún traíamos las risas de tierra, pero se nos fueron rebajando, como con frío, y hacia la mitad de la corriente sonaban a falso, a triste. (…) Imagen de la vida: un grupo de poetas, casi el núcleo central de una generación, atravesaba el río. La embarcación era un símbolo”.
Es curioso fabular pensando qué habría sido de aquella generación poética si finalmente un golpe traicionero del río los hubiese arrastrado al fondo después de una memorable jornada de juerga y poesía. Tenía el destino guardado otro final para aquellos poetas.
Fue Jorge Guillén quien escribió el poema definitivo, Unos amigos, que resume el ambiente de aquel viaje, aquel “azar que resultó destino”: “Y nacieron poetas, sí, posibles./ Todo estaría por hacer./ ¿Se hizo?/ Se fue haciendo, se hace./ Entusiasmo, entusiasmo./ Concluyó la excursión,/ Juntos ya para siempre”.

EVA DÍAZ PÉREZ (Publicado en la Revista "Mercurio" Mayo de 2007)

No hay comentarios: