miércoles, 17 de diciembre de 2008

FRANCISCO CASAVELLA


El año pasado por estas fechas yo no conocía a Francisco Casavella, pero nuestras novelas habían quedado finalistas del Premio Nadal. El 6 de enero Lo que sé de los vampiros, su excepcional novela, ganó el galardón. Yo quedé finalista con El club de la memoria. Entre las muchas cosas que me ha dado el Premio Nadal hay una especial: me permitió conocer a un tipo excepcional. Yo había leído El día del watusi y su Barcelona se había incorporado a mi imaginario con la misma facilidad con la que antes lo habían hecho la Barcelona de Eduardo Mendoza o la de Juan Marsé.
Francisco Casavella ha muerto con sólo 45 años y una brillante trayectoria novelística a sus espaldas. Sin embargo, lo mejor de Casavella es lo que intuíamos sus lectores:el Casavella por venir aún sería mejor que el que ya podíamos disfrutar.
Con Lo que sé de los vampiros confirmaba su buen hacer y, sobre todo, su capacidad para reinventarse. De sus novelas salvajes de una literaria Barcelona del Raval se había ido «con toda su carga tragicómica» –como le gustaba explicar– al siglo XVIII, al siglo «mal llamado de las luces».
Recuerdo que durante la gira todo el mundo se empeñaba en preguntarle por los vampiros, pero su novela no tenía nada que ver con esa moda frívola de los chupadores de sangre. Su novela era un excepcional viaje a los claoroscuros del siglo ilustrado. Una gran novela.
Casavella no se parecía a esos escritores vanidosos demasiado atentos a la espuma de los días, a la repercusión mediática. Al contrario, huía de ese mundo de ególatras tan habitual en los saraos literarios. Era discreto, un autor muy serio y tenía un gran sentido del humor.
Recorrimos juntos varias ciudades españolas durante la gira del Nadal y recuerdo sus bromas, las charlas sobre literatura, su obsesión por el café muy cargado, los insomnios, su afición por vestir de negro y cómo se ofrecía amablemente a llevar mi maleta rota por los aeropuertos.
Lo eché de menos en el Sant Jordi y en la Feria del Libro de Madrid. Con sorna lo amenacé por dejarme sola ‘ante el peligro’, firmando ejemplares sin su grata compañía. Pero él era así. Prefería huir de esos escaparates. Casavella ya estaba embarcado en una nueva novela y tenía casi a punto un ensayo sobre la relación entre paranoia y literatura. La muerte le sorprendió escribiendo...

Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 18 de diciembre de 2008
(Foto: El Correo Gallego. Santiago de Compostela, Febrero de 2008)

jueves, 4 de diciembre de 2008

DEL DANUBIO AL GUADALQUIVIR


El Danubio no es azul, es un río «amarillo fangoso», como dice Claudio Magris en su delicioso ensayo de viaje por el río europeo. La historia europea nace en el Guadalquivir con los asombros que llegan de ultramar y desemboca en el Danubio, cauce de la decadencia europea, del finis Austriae que es también el epílogo del viejo continente. El Danubio y el Guadalquivir fueron ríos para una misma monarquía: la de los Habsburgo. El mismo espejo turbio en el que se miraban aquellos monarcas de exageradas gorgueras y tronos llenos de carcoma.
En las orillas de ambos ríos hay también historias de ahogados y suicidas. En Sevilla, los hermanos de la Santa Caridad se ocupaban de los cadáveres rescatados del Guadalquivir y en Viena los ahogados del Danubio descansan en el Cementerio de los Sinnombre.
El pasado viernes se perdió por Sevilla un vago sonido vienés, algo de esa nostalgia del imperio austrohúngaro que Álvaro Mutis confiesa tener, aunque naturalmente no haya vivido en ese mundo de hermosos valses caducos, de palacios de frívolas princesas, esa Kakania sobre la que escribió irónicamente Robert Musil por lo de la monarquía dual, las siglas K. u. K., kaiserlich und königlich, que significa «imperial y real». Algo de esta Viena-Kakania se percibe aún en la música de los Niños Cantores de Viena, que ayer interpretaron parte de su repertorio en la Catedral de Sevilla, escenario de otros niños cantores, los Seises, también infantes como salidos de lienzos antiguos.
Pero sigamos relacionando ambas ciudades, sin duda, unidas por semejantes destinos, porque tienen el sabor triste de las ciudades decadentes, de esas urbes de pasado glorioso y en las que se adivina que hace mucho que la Historia se retiró de sus aposentos. Ciudades que huelen a resedas y a violetas, a grabados que reflejan los buenos tiempos. La Sevilla del siglo XVI y la Viena del XVIII, la de la emperatriz María Teresa, cuyo eco se marchitará en el aparentemente feliz XIX y se hundirá tras la Primera Guerra Mundial al desaparecer el viejo imperio austrohúngaro.
Pero no sólo habría que fijarse en las épocas por el poderío que aparece como paisaje de fondo en los retratos imperiales. También está el tiempo de la cultura, que es lo que hace inmortales a las ciudades. El XVII fue en Sevilla el siglo de la decadencia, pero también es la época dorada de la cultura. Y Viena tiene en el fin de siécle y los inicios del siglo XX su época más brillante, como recuerda Stefan Zweig –otro gran vienés– en su libro de recuerdos El mundo de ayer.
Podríamos perdernos en lugares de ambas ciudades que parecen semejantes. Por ejemplo, el Prater y el parque de María Luisa, lugares de recreo y esparcimiento que tienen esa bruma decimonónica de estampa de amable burguesía. O el triunfo en Viena del dorado bizantino, tan presente en los cuadros de Klimt, están en Sevilla en el pan de oro de sus retablos barrocos. Como también se parecen las fachadas de algunas casas, más en el color que en las formas arquitectónicas. El llamado amarillo María Teresa, típicamente vienés, es sólo un poco más claro que el sevillano amarillo-albero. Aunque realmente el caserío urbano de Sevilla nada tiene que ver con el aire Secese. Salvo un caserón que parece una estampa arrancada de la misma Viena: la casa del número 7 de la calle Tomás de Ibarra con un aire modernista o secesionista, por hablar con propiedad vienesa. Una calle que hay que atravesarla mientras suena el trío de piano de Shubert.
El estilo biedermeier, el toque del buen burgués, denostado luego por los grandes de la arquitectura –Otto Wagner, Josef Hoffmannn o Loos–, sí puede intuirse en algunas casas sevillanas. Y, a pesar de que el historicismo del XIX en la Ringstrasse recuerda el regionalismo pasado de moda que se seguía haciendo en la Sevilla de los años veinte, Viena sí vivirá su brillante renovación arquitectónica.
Sevilla y Viena tienen tragedias posrománticas. En la capital del imperio austrohúngaro está la tragedia de Mayerling cuando Rodolfo de Habsburgo y María Vetsera –con la que mantenía una relación adúltera– aparecen muertos en el pabellón de caza el 30 de enero de 1889 por un aparente suicidio de amor. Aquí la muerte tardorromántica la protagoniza María de las Mercedes –la versión castiza de la Sissi vienesa– cuando muere joven y enamorada por la tuberculosis. A Sissi la mataría el anarquista italiano Luccheni y a la niña Montpensier el bacilo de koch.
Igual que hubo una Sevilla la Roja en las collaciones de San Marcos, San Gil y San Luis, existió una Viena Roja que se pone como ejemplo arquitectónico: las viviendas obreras creadas tras la Gran Guerra. En 1934 fueron el centro de una insurrección proletaria, que Dollfuss, el canciller austrofascista, reprimió con violencia. Una estampa que recuerda al cruel Queipo de Llano entrando a sangre y fuego en Sevilla la Roja.
En el juego de semejanzas habría que rescatar las huellas españolas que aún existen en Viena, por ejemplo, la Escuela Española de Equitación. Y no habría que olvidar la educación española de algún habsburgo de la rama austríaca, como ocurrió con Rodolfo II, el rey alquimista. Por cierto, los vieneses aún utilizan la palabra granting (malhumorado) que recuerda el estado de ánimo que solía tener la nobleza española
Viena, ciudad de los cafés, tiene en el Central un símbolo: el maniquí del autor de Amanecer en el Prater, Peter Altenberg, el poeta de café «que amaba las habitaciones anónimas de los hoteles y las postales ilustradas», según Magris. Aquí los poetas de cafés están olvidados. Casi nadie recuerda ni siquiera dónde se reunían. Y recordando la novela Auto de Fe, de Elias Canetti, el judío vienés, aparecen otros finales de bibliotecas incendiadas, como las de tantos herejes sevillanos. Sí, Viena y Sevilla son inquietantemente parecidas: dos ciudades maestras del autoengaño.

viernes, 14 de noviembre de 2008

EL INFIERNO DE LA GRAN GUERRA


EVA DIÁZ PEREZ
SEVILLA.– A las 11 horas del día 11 del mes 11 hubo un gran silencio. Un silencio como no se había escuchado desde hacía años después del horror de obuses en el frente oriental, del trueno de los cañones en las batallas del Isonzo, del infierno de las trincheras de Verdún, de los cadáveres que nutrirían los campos de Flandes.
Aquel día se firmó el armisticio con el que acabó la Primera Guerra Mundial, hecho del que hoy se cumplen 90 años y que determinó los acontecimientos terribles que marcarían el siglo XX. Son muchos los historiadores que consideran que el siglo XX comenzó de verdad en 1914, año en el que se inició el conflicto. Desde luego, fue el momento en el que Europa y ese mundo de ayer al que se refería Stefan Zweig en sus memorias perdieron la inocencia definitivamente.
La Gran Guerra se considera el primer conflicto moderno, ya que se comienza a utilizar la nueva maquinaria de guerra del siglo XX, un hecho que daría un carácter específico a este episodio bélico. Frente a la guerra de movimientos, el conflicto que enfrentó a los ejércitos del mundo se caracterizó por la terrorífica guerra de trincheras: esperar ocultos en un entramado de excavaciones donde no se veía al enemigo, sólo las balas y obuses. Este clima de pesadilla hizo que en la Gran Guerra se dieran muchos casos de locura.
Los soldados aguardaban meses y meses en las trincheras llenas de barro, amenazados por el armamento, acosados por las ratas y los piojos, ganando no batallas sino pequeños metros de tierra que el enemigo volvía a ‘reconquistar’ al día siguiente. Fue una terrible guerra de desgaste que nada tenía ya que ver con las batallas del pasado llenas de héroes y de honores militares. La Primera Guerra Mundial fue la sangría más dantesca:unos ocho millones de muertos.
Sin embargo, este episodio histórico es mucho menos conocido que la Segunda Guerra Mundial. No hay más que repasar la cantidad de bibliografía y filmografía realizada sobre ambas guerras para percibir esta desventaja, como recuerda un personaje del relato de Julian Barnes Para siempre jamás en el que una mujer recorre los campos de Francia para evitar el olvido de su hermano, un soldado inglés muerto en la Gran Guerra.
En España este desconocimiento es mucho mayor. Entre otras cosas porque España no participó en esa guerra. El gobierno de Eduardo Dato declaró la neutralidad, a pesar de que la opinión pública se dividió entre germanófilos y aliadófilos.
Neutralidad española
España también declaró su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, aunque la participación de españoles fue mayor y de más peso. Por un lado, la intervención de los exiliados republicanos en la Resistencia francesa y, por otro, de españoles falangistas en la División Azul contra los comunistas rusos.
Sin embargo, los pocos españoles que participaron en la Gran Guerra eran abiertamente francófilos y se enrolaron como voluntarios en la Legión Extranjera del ejército francés. Especial importancia tuvieron los catalanes que, por cierto, esperaron que al terminar la guerra se les reconociera como estado independiente. No hay que olvidar que este conflicto también se caracterizó por acabar con grandes imperios –el austrohúngaro, el alemán, el ruso y el turco– y por dar respaldo a ciertos nacionalismos incipientes, como ocurrió, por ejemplo, con la Checoslovaquia nacida tras la guerra. Esto es, precisamente, lo que prentedían algunos sectores del nacionalismo catalán.
Entre lo más destacado de la ‘participación’ española está la labor de escritores que acudieron a los campos de batalla para contar la guerra como Carmen de Burgos, Blasco Ibáñez o Valle Inclán.
Blasco Ibáñez resumió buena parte de su imaginario de guerra en su célebre novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Éste es un fragmento de la crónica que escribió durante su visita al frente francés:«He pasado una noche en una trinchera, a ciento cincuenta metros de los alemanes, oyendo sus conversaciones y sus cánticos, como algo lejano y profundo que surgía del fondo de la tierra. (...) He visto pasar las granadas por el espacio. Iban muy altas; pero las he visto. Eran menos que una nubecita; un simple jirón de vapor amarillento. Pero el ruido resulta semejante al de una rueda de vagón que fuese suelta por el aire, rodando y rodando, con un silbido estridente».
Del mismo modo, Valle Inclán contempló en 1916 aquel infierno dantesco que, por cierto, conectaba a la perfección con su literatura más negra. El escritor gallego reunió las crónicas de guerra fruto de su estancia en el frente francés en La medianoche. Visión estelar de un momento de guerra:«Entre nubes de humo y turbonadas de tierra, vuelan los cuerpos deshechos: brazos arrancados de los hombros, negros garabatos que son piernas, cascos puntiagudos sosteniendo las cabezas en las carrilleras, redaños y mondongos que caen sobre los vivos llenándolos de sangre y de inmundicias».
La guerra que enfrentó por un lado a alemanes, austrohúngaros, turcos y búlgaros y, por otro, a franceses, ingleses, rusos, italianos y norteamericanos –aunque hubo más potencias implicadas– sirvió como lección terrible, aunque años más tarde se repitiera la experiencia. Stefan Zweig en El mundo de ayer resumió la diferencia entre ambas guerras: «La guerra del 39 tenía un cariz ideológico, se trataba de la libertad, de la preservación de un bien moral. La guerra del 14, en cambio, no sabía de realidades, servía todavía a una ilusión, al sueño de un mundo mejor. Por eso las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta».

GUÍA PARA ADENTRARSE EN LA PESADILLA DE LAS TRINCHERAS
No son muchos los libros sobre la Primera Guerra Mundial que se publican en España. Del mismo modo, las traducciones suelen ser escasas. Sin embargo, a raíz de la conmemoración de los noventa años del fin de la Gran Guerra algunas editoriales se han esforzado por incluir en sus catálogos volúmenes dedicados a diversos aspectos de un conflicto bélico no demasiado bien conocido en España.
Uno de ellos es La batalla de Verdún, de Georges Blond, publicado este año por Inédita Editores. En este libro, editado en Francia en 1962 y por fin traducido al castellano, se recorre el horror del frente de Verdún en un ensayo que se lee como una novela. La figura del periodista e historiador Georges Blond quedó ensombrecida por su colaboracionismo en la ocupación nazi de Francia en la Segunda Guerra Mundial.
La gran guerra y la memoria moderna (Turner), de Paul Fussell, es un repaso al conflicto a través de los escritores que la vivieron. Esta obra ganó el National Book Award del National Critics Circle de 1976.
La editorial Nowtilus también se ha unido a este rescate con la publicación de un interesante libro del historiador Jesús Hernández:Todo lo que debe saber sobre la Primera Guerra Mundial. A pesar del nefasto título –que recuerda más bien a un inventario de urgencia de esos que se hacen aprovechando las modas–, el volumen hace un recorrido general pero muy bien documentado y con tono divulgativo sobre diversos aspectos de la guerra.
Rescate
Y, sin duda, uno de los libros relacionados con la Gran Guerra más interesantes rescatados este año son las memorias que el novelista y pintor inglés Wyndham Lewis escribió con buena parte de sus vivencias como soldado inglés. Se trata de Estallidos y bombardeos, que acaba de publicar la editorial Impedimenta con traducción y estudio introductorio de la onubense Yolanda Morató. Precisamente, hoy se presentará en la Casa del Libro en Sevilla este volumen donde no falta la crueldad, el humor y una curiosa visión del terrible episodio bélico.
La literatura en torno a la Primera Guerra Mundial es numerosa, aunque aún queda mucho por traducir. Sin embargo, existen clásicos como Adiós a las armas, la novela que escribió Hemingway con parte de sus experiencias en el frente italiano;Las aventuras del soldado Schwejk, del checo Jaroslav Hasek, divertidísima novela que se considera un alegato contra las guerras;Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, sobre la que se realizó una película dirigida por Lewis Milestone y años más tarde Delbert Mann en un remake; Un largo domingo de noviazgo, de Sébastien Japrisot, que inspiró la película de Jean-Pierre Jeunet;o las obras de Joseph Roth La marcha Radetzky o La cripta de los capuchinos. Tampoco faltan los best seller de Anne Perry, especializada en intrigas situadas en el conflicto.
(Publicado en EL MUNDO de Andalucía el 11 de noviembre de 2008)

jueves, 19 de junio de 2008

NUEVO LIBRO: "LA ANDALUCÍA DEL EXILIO"


Acaba de salir "La Andalucía del exilio", un nuevo libro fruto de mi trabajo de investigación y documentación para la novela "El Club de la Memoria" (Destino. Finalista Premio Nadal 2008). Se trata de una recopilación de semblanzas narrativas de intelectuales del exilio que recoge su etapa de destierro. Aparecen personajes célebres como María Zambrano, Rafael Alberti, Antonio Machado, Manuel Altolaguirre o Francisco Ayala con detalles de su epopeya, pero también se rescata a personajes menos conocidos como Juan Rejano, José Barnés, Homero Serís o Matilde Cantos con vidas que parecen auténticos pasajes de novela. "La Andalucía del exilio" es una reivindicación de esa España peregrina, de esa España que no pudo ser cuya vida y obra permanece en el olvido siendo prácticamente imposible leer ahora sus libros y textos autobiográficos, ya que fueron publicados hace décadas en editoriales americanas y nunca en España. Una asignatura pendiente y un capítulo de la memoria histórica que parece no haber sido reconocido.

sábado, 16 de febrero de 2008

EL CLUB DE LA MEMORIA (FINALISTA DEL PREMIO NADAL 2008)


El Club de la Memoria es una novela sobre el exilio, sobre la amistad y también sobre la memoria como salvación.

Es una historia que comienza en los años de las Misiones Pedagógicas, en ese hermoso pero truncado proyecto de la España republicana en el que se intentó salvar a la España pobre, miserable y atrasada a través de la cultura. En aquel tiempo, unos jóvenes vivirán la época feliz de la juventud y crearán un pacto de amistad para formar un curioso Club de la Memoria. Pero el viento sucio y malo de la Historia, como diría Salinas, los dispersará por el mundo.

Es una novela que aborda la tragedia estremecedora de los exiliados, esos personajes borrados de su mundo y de su época, obsesionados con el regreso imposible a lo que perdieron. Y es una novela sobre ciudades convertidas en refugio de la memoria, en ciudades del destierro como Toulouse, París, Berlín, Dresde o México.

Es una historia del pasado, pero contada desde un presente en el que se asiste, a través de varias voces de la memoria –diarios, autobiografías, epistolarios-, a la reconstrucción de la insólita historia del Club de la Memoria arrasado por el olvido, la traición, las imposturas, los amores truncados, la soledad y la muerte.

Esta novela está dedicada a los exiliados y es también una reivindicación de esa España del exilio, de esa España que no pudo ser, de esa España olvidada cuyo legado –una auténtica exiliatura- no ha sido incorporada de forma definitiva a la historia de nuestra cultura. Una España a la que quizás sólo podamos salvar por medio de la memoria.