martes, 26 de octubre de 2010

TRAVESÍAS ANDALUZAS / ÁNGEL GANIVET



LAS CARTAS FINLANDESAS DEL CÓNSUL

EVA DÍAZ PÉREZ

Desde los balcones de su casa en Helsinki, el granadino Ángel Ganivet veía el bosque de Brunksparken antes de abrirse a un inmenso mar helado. Parecía mirar dentro del paisaje, buscando parecidos que mezclaban su memoria con los caprichos de la nostalgia. «El bosque, aunque está muerto, me recuerda la Alhambra; el mar helado me hace pensar en nuestra Vega», escribió.

Ganivet hace curiosas comparaciones entre los cármenes granadinos y las quintas o villor finlandesas, entre la manteca y los jamones de Trévelez. Tiene la mirada asombrada del hombre meridional que asiste ante el espectáculo fastuoso de los fríos nórdicos.

Ángel Ganivet (Granada, 1865-Riga, Letonia, 1898) quedó hechizado por los paraísos septentrionales durante su estancia en Helsinki y Riga como cónsul de España en Finlandia. Sin embargo, sucumbió al suicidio ártico, al final estremecedor del hombre que decide acabar con su vida en las heladas aguas del río Dvina. El elegante caballero andaluz que se arroja al fondo oscuro después de haber sido rescatado por la tripulación del barco en el que viaja. Ganivet no quiso vivir más y se entregó al vientre helado del paisaje que tan bien había descrito.

El autor de Idearium español –uno de los textos que resumen el pensamiento noventayochista, de esa generación que reflexionó sobre el dolor y el mal español– vivió algún tiempo en Finlandia. Y quiso fijar en su memoria aquella patria extraña, tan diferente a su Granada natal, en Cartas Finlandesas. Una obra singularísima en España por ser de las escasas miradas de un hombre del Sur hacia el Norte.

Cartas Finlandesas se publicó en el diario El Defensor de Granada entre 1896 y 1898 y en ellas, Ganivet describió la cultura finlandesa haciendo un retrato del paisaje semejante al que escribió en su célebre Granada la bella, obra inscrita dentro de esa corriente finisecular de ensayos que intentaban atrapar el alma de los lugares.

El cónsul de España en Finlandia también añadió otros textos a sus Cartas, el pequeño ensayo Hombres del Norte en el que descubre al lector español a autores escandinavos como Ibsen, Jonas Lie o Bjornsterne Bjornson.

Las Cartas Finlandesas parten de una petición de sus amigos de la Cofradía del Avellano –tertulia literaria que Ganivet tenía en su ciudad natal–: «Varios amigos míos granadinos, miembros de la tan ilustre como desconocida Cofradía del Avellano, me han escrito pidiéndome noticias de estos apartados países».

Ángel Ganivet es consciente de cómo pueden impresionar los cuadros de costumbres finlandesas, las impresiones de un meridional ante un lugar en el que se alcanzan hasta treinta grados bajo cero o en el que varios días al año no hay luz solar.

«Voy a sorprender a mis lectores diciéndoles que aquí no hace frío. Dentro de las casas se vive en perpetua primavera, y en la calle, envuelto en pieles, suda uno más que en verano. Sólo la cara, que tiene que ir al descubierto, se resiente de las caricias, un tanto brutales, de la nieve y el viento. De 10 grados para abajo, la barba se hiela y la cara se adorna con un marco de estalactitas, cuando se vuelve a casa después de pasear un rato, de cada pelo cuelga un carámbano, y al sacudirse suena uno como una araña de cristal», escribe en sus Cartas Finlandesas.

Trampas del exotismo

Sin embargo, Ganivet no cae en la trampa del exotismo, de la narración pintoresca y superficial. Es muy interesante su reflexión sobre el otro, fruto de una mirada irónica y un juicio certero de lo que contempla. Muy diferente a la descripción apresurada, llena de tópicos y prejuicios que había caracterizado los libros que los viajeros del Norte –sobre todo los franceses– habían hecho sobre España y, en particular, sobre el apasionado y desmedido Sur.

Una imagen forjada desde el siglo XVIII que sufrirá el propio Ángel Ganivet, que en este Norte del Norte intenta «inspirar confianza» y, «a pesar de repetidos ejemplos de cordura y seriedad», concluye que su procedencia andaluza le perjudica notablemente. Ganivet no puede evitar la prevención por el «malísimo concepto como sujetos sentimentales» de los españoles que, según los finlandeses, «nos burlamos de las mujeres que no saben resistir».

Precisamente, sobre las mujeres finlandesas Ganivet hace un retrato particular, a medias entre la fascinación y cierto rechazo por no asumir la libertad de unas mujeres «demasiado callejeras», «poco femeninas» e «independientes», porque «tienen la manía de la libertad». Unas mujeres que le desconciertan porque aspiran «a la belleza intelectual». «Don Juan tiene que convertirse aquí en maestro de escuela, porque Doña Inés está cargada de diplomas».

Las Cartas Finlandesas están llenas de ironías y divertidos fragmentos. Por ejemplo, cuando describe la gastronomía un poco «salvaje» y sus desventuras para comprar ajo, ya que se vende sólo en las boticas porque nadie en Finlandia imagina que tenga una virtud más allá de lo curativo.

El escritor granadino se detiene y disfruta describiendo los paisajes helados, la gente que atraviesa pesadamente las calles bajo el frío del invierno, que permanece refugiada en sus casas tibias, «encristalados y empapelados», para añadir: «Dichosa tierra que durante meses y meses trata a sus hijos como a plantas exóticas».

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